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lunes, octubre 31, 2011

La sombra...

Adolecía de mañanas y odiaba las noches. No acostumbraba a descolgar el teléfono salvo para lanzarlo por los aires. Se teñía el pelo cada semana de diferentes colores. La cama sin hacer, con las sábanas revueltas. El maquillaje desperdigado por el cuarto de baño. La ropa sucia en conquista de montañas por doquier. El café de hace semanas en la cafetera se tornaba grisáceo más que marrón. El cenicero rebosante de humo, los dedos negros, el tacto áspero, la duda. Los pájaros hacía tiempo que tenían su morada entre la cocina y el pasillo de la entrada. Los dientes mellados, el pecho roído y un disparo en la sien. Rojo carmín de labios esparcido por el suelo y una música de jazz salía del altavoz de la pared. Huía de despedidas, sólo las necesarias para creerse viva. Huía de conquistas sin sentido cuando sólo buscaba sexo y el salón era un museo de pinturas acrílicas. En aquella casa sin hacer todo estaba terminado. El amor saltó el primero por el balcón, con las lilas y las macetas. Comenzó a mudarse de piel en el tercer invierno de hielo, en la cuarta cama vacía, en el sexto whisky del mueble-bar. El pensamiento le quedaba siempre pequeño, las ganas grandes, el alma corta y las venas demasiado a la vista. Era pulcra pese a todo y el desorden era un todo ordenado de claves y latitudes. El destino era un farsante. Sus zapatos de charol no los robó de los píes de ninguna bruja y caducaban en naranjas las baldosas amarillas. La lágrima era de hierro, de ahí el daño al salir. La risa apenas una mueca pasajera, como por lástima. El pelo liso y negro dagas afiladas cual serpientes de Medusa. Cierto que llegó a petrificarme con su mirar, pero no tuve que andar a gatas y de espaldas para tocar su rostro, no me hizo falta. Nunca quise llegar tan lejos, sin embargo mis pasos empujaban en dirección prohibida. Aquella escalera de incendios siempre estaba rota y entrar por la puerta era demasiado aburrido. Posaba algodones, lienzos, óculos, monedas, aserraba hoyes, escondía notas, roía iras, quemaba esclavos pardos, indolentes, cautivos, así donde otros habían cambiado en luces blancas. Sus alas prometidas no terminaron nunca de brotar en su espalda. La bombilla fundida, la alfombra rasgada, y el tintineo de las campanas de la puerta cada vez que soplaba el viento. En otro tiempo hubiera sido quemada por bruja. En otro planeta venerada por diosa. Después de mucho tiempo de analizar su cuerpo nunca encontraron su alma. Había huido en el aleteo de una mariposa. En realidad no era una mariposa, era una polilla marrón que frecuentaba los geranios de la cocina, pero eso es lo de menos. Su adiós tan de teatro, tan de película muda, tan geométrica. En su cartera únicamente una foto dedicada… “búscame donde terminan los sueños” y decidió despertar de la manera más brusca. Las vecinas que nunca oían nada tampoco escucharon esta vez. La mueca en forma de sonrisa, de paz suprema, de un epitafio en jolgorio con banda de Nueva Orleans. Los peces todos muertos menos uno, el que yo le regalé antes de conocerla. Y en la percha de la entrada mi sombrero y mi gabardina gris. Quise abandonar la estancia como el humo que busca desesperadamente un hueco por donde salir. La sombra de la mujer que quería yacía en un apartamento ruinoso… de ella, de la de verdad, nada se sabía salvo la nota que dejó bajo el felpudo… “A la atención de los sueños… hoy asesino mi sombra pensando en otro mañana. No me busques, no me has de encontrar tan fácilmente ni me limitaré a irte dejando miguitas de pan. No pienses que soy la niña frágil que conociste ni la mujer madura que pretendías ver… mis arrugas han envejecido al son de otros violines que nunca fueron el tuyo… No trates de perseguirme, no trates de recordarme, no trates de ser lo que un día fuimos… es un esfuerzo vano. Reanuda tu camino, cual mercenario te obsequio con todo lo que encuentres en este espacio que era el mío… las rosas rojas que me regalaste me las llevo, el pez te lo devuelvo y mi sombra es buena en noches de tormenta, que siempre abrigó del frío.” Cerré aquella nota y le prendí fuego. En el reloj daban las once y media. Cogí aquella sombra y la plegué… tomé mi gabardina y mi sombrero, me encendí un cigarro, introduje al pez en una bolsa y cerré la puerta sin nunca más saber nada de ella. Y mentía… mentía sobremanera cuando decía que en noches de tormenta su sombra abrigaba, pues jamás calmó el frío que dejó aquel último portazo. 


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