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miércoles, diciembre 15, 2010

La leyenda de la princesa y el panadero...

Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo, existía en un reino muy, muy lejano una bella y joven princesa que debía ser desposada. El rey, sabedor de ello, trataba de convencer a su hija para que buscara esposo entre la infinita lista de candidatos que cada día esperaban a la puerta de palacio. Un día, cansado de las constantes negativas de la muchacha, decidió hacerle una propuesta:

-          Hija mía, no podemos seguir así. Ya no eres una niña y una princesa debe ser desposada. Sabes que jamás he puesto objeción a que eligieras tú a tu candidato, pero siempre rechazas a todos sin siquiera dignarte a pasar un breve minuto con ellos. Te propongo algo: si dentro de un año, a esta misma hora, sigues sin encontrar esposo seré yo quien decida por ti y te casarás con quien yo te ofrezca. ¿De acuerdo?
-          No padre. Yo no me quiero casar con cualquiera.
-          Hija, esto no es lo que quieres, sino lo que debes y una princesa debe casarse por múltiples motivos.
-          En ese caso, padre, permitidme que ponga tres simples condiciones.
-          Adelante hija, te escucho.
-          La primera de las tres condiciones será la siguiente: aquel con quien me case deberá ser capaz, con su fortuna, de alimentar a todo un pueblo.
-          Me parece bien, hija.
-          La segunda de las tres condiciones será la siguiente: aquel con quien me case deberá saber amar sin saber lo que ama.
-          No te entiendo hija.
-          Y para terminar, padre, la tercera de las tres condiciones será la siguiente: aquel con quien me case deberá saber besar sin tocar lo que besa.
-          ¿Acaso es esto una broma, pequeña?
-          No padre, si quieres casarme deberás aceptar mis condiciones, de lo contrario saltaré por la ventana y ni tú ni nadie me tendrá jamás.
-          Hija, te daré un año entero para encontrar al caballero que responda a esas tres condiciones, pero si por el motivo que fuera éste no aparece, no me quedará más remedio que desposarte.

El tiempo fue pasando inexorablemente, de la misma manera que pasa siempre el tiempo. El verano caducó en otoños; el otoño se fue congelando hasta amamantar al invierno quien permitió a la primavera hacer acto de presencia con los primeros calores. Se acercaba el año fijado por su padre para que la joven y bella princesa encontrara esposo de su agrado, pero la princesa seguía ensimismada en sus quehaceres, ajena a candidatos. Según se acercaba la fecha fijada el vetusto rey se ponía más nervioso.

-          Hija mía, mañana se cumple un año de nuestro pacto y en él no has llegado a encuentro alguno.
-          Padre, ya os dije que no quería casarme. Tampoco vos habéis encontrado a nadie que cumpla mis requisitos.
-          Cierto hija, todos cumplían con creces el primero de ellos. Vinieron de recónditos lugares preguntando por ti y a todos les hacía la misma serie de preguntas. Decidme, caballero, ¿tenéis la fortuna necesaria para alimentar a un pueblo?, y todos respondían con altanería mostrando oros y tierras, joyas y castillos. Proseguía, hija mía, con aquella segunda condición... Decidme, caballero, ¿acaso amáis sin saber lo que es amado? Aquí muchos zozobraban y respondían alegremente que eras tú lo que amaban, por lo que ellos mismos pecaban de imprudentes y eliminaban cualquier tipo de opción. Otros, menos impulsivos y más reflexivos, decían creer lo que querían amar, pero que aún no era amado, refiriéndose, obviamente, a tu persona. Entonces llegaba la tercera condición y ninguno de los que hasta ella llegaban intentó jamás besar sin tocar lo besado.
-          Entonces, padre, qué culpa tengo yo si no existe el hombre que deseo.
-          Está bien, hija, mañana daremos una fiesta en tu honor a la que acudirán nobles y plebeyos. Todas las gentes habidas y por haber estarán en ella; habrá disfraces, bailes y chanzas. Sólo espero que en ella encuentres a la persona adecuada porque no quiero verte saltar desde esa ventana, pero no me dejas elección. Si no encuentras mañana a tu candidato yo mismo te impondré uno.

El rey salió de la estancia sumido en la pena del ultimátum. Conocía a su hija mejor que nadie y sabía que no aceptaría jamás una imposición como aquella. La sabía capaz de saltar desde aquella torre del Homenaje y acabar con su vida si era preciso. La princesa, por su parte, vio alejarse al rey sumida en la incógnita. Jamás había deseado casarse, o no al menos de aquella forma, jamás había dejado entrar en su vida a nadie y no estaba muy dispuesta a hacerlo.

Decidió salir a dar una vuelta por palacio, le vendría bien estirar las piernas y reflexionar. Quería mucho a su padre, pero aquello era una locura. Por doquier se iban abriendo personas que preparaban la fiesta que tendría lugar al día siguiente. Allá las amas decorando de flores los lugares más recónditos, acá fornidos hombres levantando cucañas para los juegos y las chanzas, al fondo un ejército de panaderos en desfile de amasar. La princesa, sin saber bien los motivos, se centró especialmente en uno de ellos. Era joven, esbelto, de cuerpo tallado por el trabajo y el sudor. Le observaba de lejos, sin que él se percatara. Ahora un escorzo de omoplato para, con las manos hundidas en la masa, formar panes redondos; ahora un giro de cadera para moldear unos pasteles. Los segundos se hicieron minutos, los minutos horas. La princesa prolongó su paseo ayudando a las amas a adornar, jugueteó con los niños que ayudaban a sus padres a levantar los juegos, pero siempre, a lo lejos, observaba al mismo panadero en su esfuerzo.

La noche encontró a la princesa asomada a la ventana de su habitación. Hacía dos horas de aquel encuentro lejano con aquel panadero y se repetía para sí misma que estaba loca. Había sido cortejada por miles de príncipes y nobles y ella se fijaba en un humilde panadero. Apenas durmió esa noche, anegada por los sentimientos.

Las primeras luces la tocaron los cabellos con su disfraz ya puesto. Según terminó de vestirse salió de su alcoba presta a volver al lugar de la tarde anterior. Todo estaba ya dispuesto. Músicas, colorido, jolgorio. Se ve que cuando toca fiesta el pueblo madruga más de lo preciso. Toda la calle era una marea de gentes disfrazadas. Los ricos con sus paños caros y sus máscaras de porcelana, los pobres con sus espadas de madera y sus pantalones roídos. La princesa se desesperaba en su búsqueda. Escrutaba cada rostro, muchas veces tapado por diversos elementos que simulaban una u otra profesión distinta a la habitual. No había señal alguna del panadero. Vio a una de sus amas divirtiéndose con los bailes que salían de unas gaitas. Los jardines estaban atestados de la gente pudiente mientras que la zona de las cocheras y los cobertizos era la zona donde se divertían las gentes con menos recursos. Era esta segunda la zona donde nuestra princesa se había topado con el perdido panadero la tarde anterior.

-          Ama, ama – llamó la princesa.
-          ¿Qué hacéis aquí, señora? Su padre la está buscando y está no es una zona para que usted deambule tranquilamente.
-          Calla ama, calla. Te necesito. ¿Sabéis donde se apostan los panaderos?
-          ¿Los panaderos, acaso falta algo en el servicio?
-          No es eso ama. Sólo quiero saber dónde encontrarlos.
-          Señora, es difícil que los encuentre usted. Llevan trabajando sin descanso dos días con sus pertinentes noches para disponer de panes y pasteles suficientes para todos. Lo normal es que ahora duerman sin descanso hasta mañana.
-          Ama, ¿me harías un favor?
-          ¡Cómo no señora!


Así fue como la princesa cambió su disfraz por el de su ama, que tenía igual edad y talla que ella. También cambió su máscara de oro por una de madera que llevaba una joven costurera. Entonces, en ese instante, el joven panadero hizo acto de presencia. Llevaba un parche en el ojo y una espada de miga de pan simulando ser un bravo pirata. Jugueteaba con los niños que le arrancaban trocitos de la espada y se los llevaban al gaznate, haciendo que su ésta fuera cada vez más informe. La princesa lo contemplaba de lejos y se reía hasta que el joven panadero se percató.

-          Señorita, ¿acaso le hace a usted gracia que a un bravo pirata le dejen sin su espada y medio de subsistencia?
-          Por supuesto que no, fiero pirata.
-          ¿Y quién es la dueña de la bella voz que se esconde en esa cárcel de madera?
-          Soy la Luna señor, con eso basta.
-          ¿Y le gustaría a la Luna compartir su luz con un humilde panadero pirata?
-          Gustosa la compartiría señor, pero no sé si andar en compañía de piratas es bueno para una dama.
-          En fin, mi Luna, eso sólo hay una forma de comprobarlo.

Y tirando de ella la sacó a bailar. El día fue pasando con el peso continuo del tiempo. Tras un baile venía otro y después otro y en el filo de los labios de la máscara de madera la princesa iba probando cada trozo de pan y pastel que nuestro aguerrido pirata-panadero le iba dando a comer.

-          Este es de pasas y centeno y el de allá de arándanos con nueces.
-          ¿Y aquel?
-          Aquel es de maíz.
-          ¿Y este?
-          De cabello de ángel.

La princesa perdió la noción del tiempo. Le gustaba cuando él la tomaba la mano y la sacaba a bailar agarrando su cintura con toda su fuerza. Le gustaba la chispita de vitalidad de los ojos marrones del muchacho. Le gustaba la sonrisa que le salía cuando jugaba con los niños. En un momento dado, ya con la noche recién entrada se miraron fijamente el uno al otro.

-          Dime muchacha, ¿quién eres realmente?
-          Ya te lo he dicho, pirata, soy la Luna.
-          No creo en las lunas. Las lunas crecen, y menguan, y desaparecen semanas enteras. Alumbran espejismos y fluctúan las mareas. Tú no eres la Luna, pues tú eres real y te retengo en mis brazos sin que tu haz de luz se desvanezca. Sin embargo sí me alumbras y este que ya concluye ha sido el día más maravilloso de mi vida. Por mucho que sea un simple pirata o un humilde panadero ¿no podría raptarte y llevarte conmigo?
-          Dime pirata, ¿tendrías la fortuna necesaria para alimentar a un pueblo?
-          Mi pueblo eres tú si me lo pides. Mi pueblo es este que nos rodea y todos y cada uno de sus habitantes han probado algo amasado por mis manos. Sí, de alguna manera podría decirse que tengo la inmensa fortuna, y soy dichoso con ello, de alimentar a un pueblo entero con mi esfuerzo.
-          Dime pirata, ¿sabrías amar sin saber lo que amas?
-          ¿Acaso no te amo y no sé ni quién eres? ¿Qué más prueba necesitas de mi loca inconsciencia?
-          Dime pirata, ¿sabrías besar sin tocar lo que besas?

El joven panadero dudó un instante. El tiempo se detuvo en el palpitar de la joven princesa que esperaba ansiosa una respuesta...

-          No, me temo que eso no lo sé hacer... Pero...

En ese preciso momento el panadero se lanzó a los labios de madera de la máscara de la princesa. Un leve suspiro, una cálida lágrima siguieron a aquel beso. El panadero había besado un trozo de madera besando a la princesa, cumpliéndose así el tercero de los requisitos dispuestos.

Aquella joven pareja se casaría días después con el beneplácito del padre, quien cumplía así su promesa de dejar a la princesa elegir con quién quería casarse. Tiempo después, cuando el viejo rey ya perecía en su yacija no dudó en preguntar a su hija…

-          ¿Hija, cómo es posible que entre todos los candidatos que tuviste eligieras a un humilde panadero?
-          Padre, ¿recuerdas las condiciones que fijé para mi boda?
-          Claro hija.
-          Cuando yo pedí fortuna para alimentar a un pueblo no pedía lujos, ni posesiones, solamente pedía la constancia de aquel que es capaz de alimentar a su familia con su propio esfuerzo y sentirse dichoso por ello. Cuando yo pedí que fuera capaz de amar sin saber lo que amaba sólo pedía fe y confianza, pues muchas veces por la vida se va a oscuras y sin luz y necesitamos que otros nos iluminen. Cuando pedí que fuera capaz de besar sin tocar lo que besaba sólo pedía un hombre que creyera en imposibles. Todos quienes le antecedieron dijeron que aquello no podía hacerse, que no sabían, incluso él mismo así se manifestó, pero sólo uno de ellos lo intentó realmente, sin abatirse por la duda, sin zozobrar por la empresa, y lo hizo. ¿Acaso no es más rico aquel que posee su propio esfuerzo, su propia confianza y su propia voluntad por encima de reinos y palacios, padre?
-          Sin duda siempre fuiste más sabia que yo, pequeña.

Y con estas palabras el hombre cerró los ojos para siempre, dejando como legado un reinado próspero en manos de su hija y su humilde esposo.

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