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jueves, diciembre 16, 2010

Cazadragones

Cansado de la épica, cansado del hercúleo sacrificio de matar dragones, Sheluk decidió dejar para siempre su oficio de cazador tras la muerte de Elea, la joven de ojos brillantes a la que siempre quiso querer. Elea era apenas una muchacha. Frágil, delgada, de pechos pequeños y redondos, de cabello castaño largo y ojos almendrados, profundos y negros. Cada vez que era cortejada por Sheluk la muchacha se mostraba receptiva, pero siempre le respondía mandándole hacer alguna nueva tarea. Al principio, siendo niños, Elea se divertía ordenando a Sheluk reunir determinado número de flores sólo para ella. Según fueron creciendo se cambiaron las flores por pequeños animales como conejos que pudieran alimentar a su familia. Según crecían se cambiaron esos pequeños animales por animales recios y fuertes, ágiles y pesados como ciervos, jabalíes y demás caza mayor. 

Un día, Sheluk le dijo a Elea: "Elea, llevo toda una vida mostrándote mi amor. Llevo toda una vida obedeciendo tus mandatos sólo por verte feliz y convencerte de que mis intenciones son buenas. ¿Qué he de hacer para que me concedas tu mano?" Elea vio en aquello su oportunidad para conseguir una escama de dragón y mandó al joven a cazar uno que vivía en una colina cercana. Cuando Sheluk volvió con su escama el brillo de ésta era tan intenso que Elea quiso más, y más, y más. 

Un día Sheluk conoció al último de los dragones existentes en el Reino. De piel áspera y dorada se le notaba vetusto, viejo, algo cansado de huir de cazadores. "Dime, joven Sheluk, tu nombre recorría los aires tras cada muerte de uno de los míos. Primero acabaste con todas las flores del reino. Luego le tocó el turno a esos pequeños roedores que animaban lo que otrora fuera el bosque. Después, con todos aniquilados te fijaste en los ciervos y gamos, en los jabalíes y cabras montesas y aún así no saciaste tu sed. Por último nos tocó a nosotros. Dime, joven Sheluk, ¿por qué debo morir como el resto de mis hermanos?". Aquella pregunta hizo reflexionar al joven que no hallaba respuesta. Levantó su vista y vio una tierra completamente árida, arrasada, sin vida. Comprendió que durante todo ese tiempo había vivido ajeno a su realidad y a las cosas que le rodeaban. Había acabado con todo lo bello en su búsqueda de algo supuestamente mejor y empezó a llorar... Lloró durante un día, durante dos... durante tres y cuatro meses... durante cinco y seis años... y poco a poco, el agua de sus lágrimas, fue regando la tierra y calando su fondo. Comenzaron a brotar pequeñas hierbas que dieron lugar a pequeñas flores. Luego a pequeños roedores que se alimentaron de los brotes tiernos, así como enormes animales herbívoros que pacían contentos y en paz. Jamás pudo recuperar la soledad de Lathsser, el último dragón viejo y dorado, pero Sheluk se comprometió a pasar todo lo que le quedara de vida con él, cuidándole y prestándole todo tipo de atención. Elea jamás volvió a saber de Sheluk. No salió jamás de su palacio construido con flores caducadas, pieles secadas al sol y escamas de dragón que cesaron en su empeño de brillar. Nunca supo amar nada más que aquello material que deseaba y un día, contando y recontando los huesecillos de ciervo y jabalí, halló la muerte en súbita inconsciencia. Cuando Sheluk se hubo enterado de la trágica noticia cesó en su lloro. Se incorporó poniéndose de pie y con la satisfacción de saber que había amado por encima de todas las cosas lanzó su espada hacia el vacío seguro de no necesitarla más. Lathsser moriría ciento veinte años después de todo aquello. Sheluk cumplió su promesa de acompañarle hasta el último día de vida del viejo dragón. Hoy, cuenta la leyenda, que es el brillo de las escamas de Lathsser y la fuerza de las lágrimas de Sheluk los que forman el arcoiris en días de tormenta.




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