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domingo, noviembre 21, 2010

Fui.... Sum... Ero...

Aquel majestuoso detalle tuyo de arroparme mientras dormía. Aquella forma sucinta de hacerme el dormido mientras escribías mi sueño en la espalda y el estruendo de años y años que han pasado devorando tiempo. Son pocas, mínimas, las ocasiones en las que alguien ha mostrado tanta devoción por hacer que me encontrara bien. Son pocas, mínimas, las intrusas que han querido aventurarse a conocer los recónditos paisajes de los que me compongo. Después de conversaciones sobre cuervos quise ir a visitar aquellos nidos y comprobé que guardo mejor memoria que olvido. No encontré aquel papelito que me comentaste, pero no hizo falta. Siempre he sido más de arrepentirme de lo no hecho que de lo que hice, aunque fuera mal, que nunca me escocieron los perdones. Son eternidades ya sin soles ni luces y he de reconocer que por momentos me desvanezco en la ceniza que algún día seré. Mi camino no sé dónde me lleva pero tampoco le he sido nunca esquivo. Quiero pensar que en las más de las veces he sido coherente conmigo mismo, aunque eso haya supuesto renunciar a las más maravillosas frutas prohibidas. En el ocaso que atravesé durante años ni siquiera sé quién fui. Hoy a veces dudo y me cuesta reconocerme en las formas con las que antaño vestí y me compuse y con las que en ocasiones tratáis de recordarme. Me matan los silencios. Me mata el no saber qué decir cuando correspondería una frase perfecta. Me mata el no saber argumentar en mi defensa o en mi contra si es menester autocondenarme. Me matan los silencios violentos cuando de conocer se trata, esas incómodas respuestas en monosílabo y el tintineo de posibles preguntas de mi cabeza que no se atreven a aflorar por respeto. Me hieren las esperas, por longevas y grises. Me aturden por constantes, por ser imágenes clónicas las unas de las otras, por repetirse sin tregua hasta la saciedad. Me ponen más sentimental de lo normal recordar y bañarme en el cloroformo de esas cartas guardadas de otros tiempos; con remites conocidos en su época y que ahora apenas sé de ellos. Recuerdo la ansiada espera de contestación, la sonrisa nerviosa ante el descubrimiento en el buzón de buenas nuevas y la brevedad, siempre cruel, de mi lectura. Hubiera dado mi vida porque las cartas duraran 200 páginas más, quizá de ahí mi afán por escribir enormes contestaciones carentes de sentido. Ahora ya jamás escribo cartas, e-mails apenas contados y mi afán por escribir sigue latente en estos textos carentes de sentido como el que aquí hallamos. Me cuesta, por momentos, ser quien soy, que es demasiado rara mi cabeza. Demasiado imperfecta en su lógica. Demasiado alejada de una realidad que la contempla pero que razona en función de su paralela visión. No me gusta ser más racional que pasional. No me gusta esa lejanía con la que a veces me muestro. Sin embargo tampoco me disgusto. Rechazo a aquel farsante que esperó cinco minutos tu ausencia, por injusta, por el valor que en sí tenía para ti en culpas a un autobús que no quiso llegar a tiempo. Rechazo aquellos besos con sal de huidas clandestinas entre el cielo y el infierno o mi tozudez en eliminar el sabor a tabaco de tus labios adolescentes. Rechazo el no saber decir que sí en ocasiones en que a ambos nos hubiera hecho falta, más perdido en agarrarme a cuerdas que en acompañarte a mi descenso. Rechazo el coqueteo en muerte que mantuvimos por no saber decirnos sin hablar y que al final mató un verano. Rechazo y rechazaré por siempre las procesiones de Semana Santa de moños con traje blanco y el más bello de los contoneos que mi niñez recuerda. Condeno la huelga de miércoles que nos condenó a entendernos más que lo meramente amistoso. Condeno las lavativas y sornas de vecinas que bajaban a confesar vergüenzas inconfesables. Condeno los trajes florales de H&M, los sándwiches de Rodilla y el acompañar tu espectro en búsqueda de pijamas. Rechazo las luciérnagas brillantes con sabor a canela que prefirieron alimentar cuerpos cercanos que nunca fueron el mío. Rechazo, en definitiva, aquel colchón mugriento del reservado, donde con la tinta de las yemas de los dedos me hiciste, por unos días, el hombre más feliz del mundo.

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