Archivo del blog

viernes, noviembre 05, 2010

En la víspera de Santa Ana

Todo comenzó en la víspera de Santa Ana, por la tarde, cuando el día comenzaba a sestear. Tú con tu mirada frenética, tus pasos de gigante y el oráculo del destino en tu pecho. Yo como el conejo de Alicia que llegaba tarde a cualquier sitio, por cierto, los adoquines de Oz fueron cambiados y ya no son amarillos. En aquel prólogo crepuscular el tarro de cristal de mis especias se precipitó, sin remisión, al charco que oscilaba entre tus pies y los míos, y se rompió. No recuperé jamás aquel tomillo, la albahaca caducó y el romero era tan vulgar que ni me molesté en intentar juntarlo, pero siempre eché de menos la canela; no por nada especial, sino por ser mitad tuya y mitad mía. Como decía todo comenzó en los preparativos de un día antes de Santa Ana. En el diván taciturno de quien reflexiona introspectivamente salí a suicidarme un rato, cortándome las venas por las calles de Madrid. Apasionada, tú, en idas de otros cuentos ajena a mis pasos, revoloteé varias veces por el centro neurológico de aquel volcán. Sabía a lo que me exponía desde una semana antes cuando, haciéndome el caballero, no me digné a tirar mi chaqueta a tu paso. Mi orgullo siempre ha sido demasiado mío y es tan escaso que cuando sale sale de verdad. Habían sido tantos los versos robados; aquellas clases de ciencias naturales en que me perdía componiendo frases, aquellas clases de literatura bajo mínimos. Expulsado del Edén Adán comenzó a edificar lo que sería su nueva vida; Eva, comedora de manzanas, aprendió, gustosa, a parir a la humanidad y hacer compota de pareja. En la grupa del tiempo comencé a orear paisajes nuevos. Vislumbraba palacios de corte y albedrío, quizá en lugares donde Godoy cortejara a la Reina tantas veces plácida en coqueteos. Allí el aire era escaso, el ritmo impasible y las manos encolerizadas de devorar segundos. En lo fugaz de un parpadeo encallecí mis labios a base de besos de coral y el sabor del mar, sin disgustarme, no era lo que iba buscando. Exigua recompensa para un buzo que no sabía lo que era buscar tesoros. Aquel encuentro fortuito llegaría años más tarde. La melena negra, ensortijada que hoy en día falta a mi memoria. Recuerdo medianamente bien el primer trago, pero por fuerza recordaré para siempre aquella huelga de miércoles certero. Perdido por tu espalda, en contar lunares con la yema de los dedos y en oler tu olor. Devoramos aquel parque por el que ya nunca paso; aquella pequeña biblioteca que me llevó a suspender sólo por verte; aquel pasadizo pequeño a la sombra de nieves más frías... los guantes se rompieron, se fueron descosiendo a medida que el tiempo fue pasando. Pero me voy, me voy en dimes y diretes. Empezó en una víspera de Santa Ana, por la tarde, con la noche amenazante cayendo sobre nosotros. Tú fría, como la actriz que ha ensayado varias veces su papel, yo impasible, como el que no entiende un idioma extranjero, y entre los dos mi frasco de especias roto. En lo casual de una fotografía en blanco y negro sonreí al pasado agarrado de la mano del futuro. A los pies de muros de cartón-piedra y estatuas ecuestres; cuando jugábamos a congelar fuentes suspirando en la calle. Aquel vicio de vivir era insano. Aquella forma de olvidar gratificante. Aquella forma de desear irracional. Pasaron las manadas de ánades salvajes y tal era tu anhelo de asirte a ellos que te dejé marchar. A veces me planteo qué hubiera sido de mi vida si en lugar de ser yo hubiera sido otro. Qué hubiera pasado con aquellos ánades, aquellas manzanas, o aquel diván desvencijado. Encuentro la respuesta súbitamente cuando recuerdo el trozo de melodía que memoricé cuando en los pasos más pequeños confundiste a mi destino marchándote a Bruselas. Todo era tan pronto, tan, tan pronto que no pude concretar un remite necesario. Eras tan rubia, tan menuda, tan preescolar. En taciturnas tardes de verano diste paso a un espigado ser de dos cabezas. No termino de entender la facilidad que mostré para dejarme llevar por la fauna de aquel sitio. Aquel ser era sencillamente majestuoso; decir lo contrario sería una mentira. Con el tiempo aquel ser fue perfilándose con forma de mujer; abrazando la altura de las estatuas y petrificando mis pensamientos. Aquel camión hizo de frontera y un grito en alto al pecho de rojo rostro; boom, muerto. No me arrepentí aquella vez, aún menos me arrepiento hoy. Te hubiera dicho mil veces lo bonita que eres, pero tú ya lo sabías, no hacían falta más suicidios públicos. En mi mutis por el foro no conseguí jamás olvidarme del rostro moreno de sonrisa ancha. Aquel bocado de nata y oro. Emigré, más por obligación que por deseo y en el fondo creo que gané con el cambio. En aquellas postrimerías de mí mismo poco quedaba de mí. Yo me había asido al pliegue de una voz, tan joven, tan quinceañera, tan castaña como enorme. Volar asido al pliegue de una voz no es nada fácil. A veces hay que cerrar los ojos y simular que uno está dormido y entonces las musas vienen a desnudarte escribiendo con tinta china en tu espalda. Aquel “salutus est qui videns...” que las musas sólo entienden de latín y de besos... aquellos que jamás te dí ni tú me diste... En ese quiebro de quebranto apareció aquel pequeño patito feo. En realidad yo siempre le vi como el cisne que en realidad era, pero eso no hacía que al hablar con él se refrendara en su postura de patito feo. Jamás entendí esa tozudez, jamás comprendí ese desvarío. Asumí el escarnio póstumo que me hacía a mi mismo. Asumí el odio, el frío, la soledad de las tardes de los domingos. Asumí la resignación, mis heridas, mi blanco de los ojos. Asumí mis causas perdidas y mis causas ganadas, mi ego, y el cariño que jamás pude abandonar en un gran frasco de cristal donde guardaba las especias. El tiempo, tras virar el rumbo, me llevó a intentar colonizar nuevos paisajes, pero jamás se nos dieron bien las apoikias. La morena que vino del frío se quedó en él. La morena que lloraba margaritas plantó campos enteros y sigue plantándolos hoy en día. Aquel ave de luz fue tan fugaz como el fénix que devoró lo que otrora fui. Aquel deseo guardado sepultó su deseo en mero capricho. No sé porque recuerdo ahora a aquella minera que me habló en quince minutos. Quizá por lo injusto de su papel, de cegar en grisú las chanzas de otros. Respeto tantísimo a aquella minera... aquella manera tan suya de vivir, anexionando mundos y deseos, apilando ocasiones y esgrimiendo sonrisas. Yo por aquel entonces me creía un señorito de bien, por encima de mineras de segunda... o de tercera y jamás llegué a tener el aplomo de martillear voluntades como lo hacía ella. El caso es que el tiempo fue secando cada uno de mis campos. El señorito de bien tuvo que vender su hacienda y conformarse con las mondas y migajas que dejaban los recuerdos. Aprendió a alimentarse de sus cinco años, de sus dieciséis, de sus doce... aprendió a mordisquear los veintiuno, los diecinueve, los veintiséis e ir exprimiendo cada gota de jugo que desprendieran. Llegó un momento en el que aquellas mondas y migajas estaban yermas. Había consumido cada uno de los minutos y segundos de su vida. Ya no recordaba si aquella morena se asió a una bandada de ánades o por contra se había convertido en estatua de sal... desconocía si aquel patito feo había florecido en cisne o realmente había sido siempre un patito feo... no sabía nada de voces, aún menos de sus pliegues... y muchísimo menos de las musas y su latín... y poco a poco fue quedándose yermo de recuerdos y de pensamientos... hasta que un día, a aquel señorito se le olvidó escribir.

No hay comentarios: