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domingo, abril 25, 2010

"Le Donne"

Desde aquel día, en el que las palabras se borraron para siempre, pocas son las veces que acudo a reflejarme en la blanquecina tez de tu mirada. Rara es la vez que acompaño acompasadamente mis sístoles de mis diástoles y aún menos las ocasiones en que tengo la oportunidad de segar mi voz en suspiros. Hoy no ha llovido, y eso es noticia. La noche crece como una neonata primaveral. Nunca supe decirte lo mucho que valía tu sombra a medio hacer entre el salón y el cuarto del fondo. Aquella luz del baño que te hería de muerte las comisuras de los labios, la proyección de tus pequeñas orejas y el perfil de memoria de tu nariz. De ti nunca he querido decir nada; nunca he pretendido venderte en historias, ni suplicarte que fueras la protagonista, buena o mala, de alguna de mis novelas. No pretendí nombrarte, ni malamente caricaturizarte como musa o como suma de problemas. Nunca quise porque ni siquiera sé quien eres. Andaba tan perdido en absortos comentarios de mi mismo que dejé filtrar, en ocasiones, el recuerdo indecoroso de ti, de tu blusa entreabierta con caída, de tu deseo malévolo en sonrisa de tres cuartos. Si fuera un pueril colegial haría tiempo ya que ruborizaría mis pómulos el simple hecho de encontrarte, de pensarte o de creerte. Demasiado tiempo, demasiada lluvia, demasiado verano el que quedaba para despedidas. El alfeizar de la ventana por donde pasabas graciosa. Tu perro, tu maleta y tu tren a ninguna parte. Luego fueron llegando los mirlos, poblando de graznidos negros con pico de oro cada rincón del barrio. Tus pisadas, tus bailes de salón, tu adiós con delicadeza de bailarina de Degas. El D'Orsay encontró tus pasos perdidos, tu cintura prende la codicia de los sabios. En siglos pasados la pluma ahogada de tinta hubiera escrito blasfemias si tú lo hubieras pedido, pero no quisiste. Recortada aún tu figura en lo blanco del sofá, con el vaso a medio consumir de la ginebra de siempre, con su chorrito de limón y sus cuatro hielos. En suma decirte que soñar contigo, ya no sueño. Ya no pasa aquel viejo tren por debajo de mi casa; hasta han quitado la vías y en su lugar se abre un huracán de gravilla donde aparcan los coches. Ya no sueño contigo. Cada noche estrellada subo a la azotea y golpeo recuerdos. No somos lo que hemos sido, somos lo que seremos y el presente comienza a consumirse en cerillas fosfatadas. He tenido tanto y tanto que me quedé con tan poco. No por repetidas las historias dejan de ser distintas. Tú, yo, y nadie. Aquella vez que la altanería en forma de mujer condenó a mi alma a vagar en hercúleo trabajo, a demorar lo querido para un siempre postrero, a un antaño de mañana. Aquel día no llovía. Aquel día del abrazo más largo del año, del cabeceo, del romperse en serpentinas tristes, no, no llovía. Aquella fue una tarde de mentiras, de mentiras recordadas, hechas verdades, suplicadas en imágenes falseadas por mi mismo. No eras tú, ni mucho menos. No era yo, pues miro y no me reconozco. Era el tiempo. Inexperta en confesiones, inocente en camaderías revolucionarias, acabaste para siempre con mil de mis legiones. Ni gana de defensa me dejaron aquellas horas de mañana terriblemente tardía, de noche cerrada a las doce del mediodía. Ni todo el aire del planeta concentrado, ni la luz, ni la mente. El café recién hecho tiene ese aroma intenso capaz de transportarte a miles de kilómetros. A imaginar los campos de oro, donde broté una vez en sudores cuando estando, quisiste faltar. En aquellos viajes al centro de la tierra para en sorpresa volver a aparecer días más tarde. Aquella forma de querer era insana. No por exceso, no por defecto, no por nada, sencillamente lo era en perspectiva, por la forma, por el tiempo, por la experiencia de saberse fracasada. Siempre esa sensación tuya de frío polar, con mis manos congeladas en guantes que en breves trayectos tú hacías tuyos. Por aquel entonces sólo tenía tu palabra encerrada en pequeños papelitos que jamás llegaste a leer. Aún hoy conservo aquellas voces y las oigo, muy de vez en cuando, cual desesperados Argonautas por reencontrarse con las sirenas de su tortura. Su tortura... era tan dulce su tortura que no por ello deja de ser sufrida la añoranza. Desde que no me permití hablar más de vosotras he contado los cuentos de mil maneras. Aquel fragmento de Babel, donde tus miradas hablaban mil idiomas y mis ojos sólo uno; aquel trozo de puzzle donde olvidé en noches de verano que era persona sólo por pensar que tú lo eras. Aquellas obras con piscina a corazón abierto. Aquellas luces apocadas del desierto. Nunca, de verdad, quise que por mis manos, tamizadas, aparecieran. Nunca quise que los nombres tuvieran títulos sólo para ellas, ni que la memoria encumbrara a paisajes de cuento impresionista. Nunca que mi voz hablara al viento, para el viento y que en oídos lejanos fueran a posarse, de mala manera, las palabra que lanzaba. Nunca quise dejar de escribir, mas cansado de siempre lo mismo mis manos se quebraron, sangrando, como hoy sangran, pétalos en lugar de espinas. No quise ser poeta, ni aún quiero. Ni quise olvidarme de los nombres, de promesas, de juegos a doble cara o doble cruz para robar besos. No quise dejar la conciencia en los píes de bares estrellados, ni las ganas en cuerpos menudos que sin certeza, me correspondían. No quise, en ocasiones, haber sido yo y por siempre querré haber sido otro idénticamente en todo parecido a mí. No quise, en los menos de los casos, quereros, no quise escribiros largas cartas a altas horas de la noche, ni cuentos para no dormir al nacer del alba. No quise pasar noches en blanco, ni escuchar lo que no debía simulándome el dormido. Me hubiera jugado la mano a tocar la tuya si con eso, en la inconsciencia, me hubieras permitido enseñarte el mundo. No recuerdo aquel verano que no pasó. Ni aquel invierno frío de calores. Aquella Noche perdida en la demora de un día perdido. Aquel atasco, aquel examen, aquella fuga de agua con olor a microeconomía. Aquellos pasos de Semana Santa escondido tras la mirada de un saludo de mis diez años. Aquel primer rostro emigrado a Bruselas con una aureola de mi destino. La arritmia dura ya años, tantos como los ojos que les hablan en este instante. No hubiera querido recordar las andanzas marineras de un pirata en suerte, de duelo en alemán por mercenario viaje. No quise chamuscar el dorado pajizo de aquel colibrí convertido en halcón, ni de menospreciar lo dañino de las vastas hordas de interludios que componían nuestra particular ópera. Vida llena de mutis por el foro, de papeles secundarios perfectamente interpretados por protagonistas premiadas en otras películas... jamás en la mía. No quise que fuerais, no quise ser, aún menos quiero ser lo que fui. Aferrado a la conciencia tranquila que me aguarda, al saberme defensor a ultranza de los pétalos de la margarita me queda la eterna duda del sí o del no. Hace tiempo que empecé a rendirme, que empezaron a sonarme injustas ciertas cosas, pero aceptadas por constantes e invariables. Hace tiempo que empecé a cuestionarme la vejez de mis canas en el silencio de un zumbido de abejas. Pero no, en aquella tarde no llovía. Ni hizo frío, ni caminé absorto en hipos postergados. No descifré tu sudoku, ni interferí con las líneas enemigas. No quise convertir en preferida aquella obra de teatro, ni me doctoré en preludios de fracasos de antemano consabidos. No quise... otra vez hablando de mi mismo os traiciono mostrándoos como exiguas reliquias de anticuario. No os quise, a ninguna, pero en definitiva, también os quise tanto... o no tanto, que de todo ha habido, suficiente para talar a la altura de mi cuello la hierba de campos muertos y para saber que las deudas con mi futuro más futuro aún siguen sin cobrarse. Ahora que sé que sé, que es suficiente, que no sé nada; ni de ti, ni de todos los cantos de monedas que salieron cruz o del cuproniquel alérgico y temporal que salió cara. De que no fui yo, ni tú, ni nadie. De que desde aquel día, en el que las palabras se borraron para siempre, pocas son las veces que acudo a reflejarme en la blanquecina tez de tu mirada.

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