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miércoles, noviembre 01, 2006

En fin, son cosas que pasan...

Acurrucándome en pechos que nunca fueron el tuyo aprendí, que al final, todos los deseos huelen de la misma manera. Inclinando mi cabeza opaca sobre cabezas translúcidas e incluso en ocasiones demasiado transparentes, entendí que sus besos eran tan previsibles como la incoherencia de sus frases, y sin embargo, todo aquello me gustaba. Me hacía sentir bien. Era un rey de bastos sobre figuras poco perfiladas. Ingenuas. Aquella forma tuya de decirme para siempre, y esos gestos como de gusano de seda. En ocasiones te faltaron alas para volar más lejos de mí y encontrarte conmigo. Tú me creíste de una manera y resultó que nunca quisiste besar la calva arrugada y poco apetecible de mi piel de sapo. Quién sabe si detrás de ella hubiera aparecido cualquier cosa. Aunque siendo sinceros lo más probable es que no hubiera aparecido nada más que una calva rugosa y poco apetecible. Cuando me fijé en ella por primera vez, viajaba en el interior de una gran serpiente azul. Entre su mundo y el mío apenas había unos metros de distancia. Tan lejos para saberte y tan cerca para fijarme. Sostenías las lágrimas de una mujer plañidera no demasiado entrada en años. No sé si primero me fijé en ti o en esa mujer llorosa de ojos inflamados y pañuelo en la mano. El caso es que al torcer, justo en la esquina que da a aquellas escaleras mecánicas, te perdí para siempre... un para siempre algo irreal puesto que al día siguiente a horas poco esperadas apareciste blandiendo tu pelo castaño como si de un arma arrojadiza se tratara. Eso, y aquella falda larga devora tobillos que sugerían unas caderas apetecibles. Sorpresa y asombro en una mesa a las once y media de la mañana. Dominamos el mundo y Madrid. Entre calles, ensanches y viejas aventuras de palafreneros. Fuimos acomodándonos los unos a los otros hasta darnos quizá demasiado calor. Mi sombra, casi siempre rebelde en sus funciones, había decidido anclarse al mismo suelo donde una castaña con falda larga había pisado. Me dijo muy seriamente con esa voz que sólo las voces tienen “yo me quedo aquí”, y bueno, ya se sabe que cuando una sombra se pone terca, lo mejor es no llevarle la contraria. Sumando la mitad de los minutos que tu paso leve a mi lado había dejado, conseguí hacer una cesta donde ir echando frutos silvestres. Hoy en día y con las últimas lluvias crecen a doquier por cualquier parte. Las setas empiezan a escasear, siendo tantos domingueros los que acribillan corazones. Siempre me gustaron más las frambuesas, o los arándanos, las moras, los madroños, las grosellas... Son más simples y sencillas que esas majestuosas setas con corona y todo que esperan atolondradas pisagaitas que creen saber sus venenos. Pero cuánta cabeza translúcida casi transparente hay en el mundo. Entre palideces sacadas de gritos de Munich y pinceladas finas como señoritas de ballet, el mundo se fue acicalando para recogerme en brazos. El ir a caballito dicen que es algo infantil, pero a mí siempre me gustó que me llevaran encima. Llegó así el momento en el que los siux atacaron el fuerte. Los vaqueros por su parte... te quedaban tan bien¡¡¡ y de repente, sin que nadie lo pidiera, la luz amaneció pese a que hacía horas que había amanecido. Y seguía lloviendo fuera. Entonces aquella barca de plomo aguardaba para ser botada. Un gesto de empujar y estaba fuera, hundiéndose en un mundo de monstruos del lago Ness, culebras pequeñas que parecen gigantes, y profundidades oscuras. Un beso de buenas noches a la oscuridad más oscura de las fosas abisales, que en realidad no son más que trozos de carbón mal alineados. Aquellos obreros de revoluciones industriales, que dejaron el mundo patas arriba. Un trozo de carbón aquí, un trozo de carbón allá, y con tanto barco hundido luego se olvidaban de recogerlos. Así en ese agua espesa que ahogaba más que hundía, toqué fondo una mañana de un Abril otoñal, o un otoño demasiado caluroso. El hollín es lo que tiene, que sales negro perdido. Tomé la primera patera que llevaba como nombre “casa” y me fijé que no había ninguna. Así que desde entonces construyendo cual carpintero bíblico arcas donde entrasen mis malas costumbres y sólo las malas, que las buenas son generales a todo el mundo, pero son mis defectos los que me hacen único. Siempre que quería partir con mi nueva barca de juncos, unos pelos rubios encrespados pero perfectamente lisos y lavados, se asían a los maderos. Con el tiempo, uno aprende también a ser peluquero, y dar corte, volumen y forma a pelos que en ocasiones llegaron a crecer demasiado. Tras cortar y asear pelucas, fueron besos a altas horas de “La Noche” los que me malacostumbraron. Aquel triángulo de peligro tan peligroso y tan terriblemente encantador... aquella falta de aire... ¿me dijiste que era rojo? Da igual, lástima que los colores no se noten al tacto... Fueron tus malas artes las que me volvieron rematadamente loco, tan malas artes que fueron tan sumamente buenas para mí. Y de ahí a criar cuervos que me sacaban los ojos, pero sarna con gusto no pica, pero sí picaba, y mucho... Comprendí que los cuervos lo único que querían era algo para hacer su nido, así que les eché la enorme colección de pelo rubio que tenía almacenado, y coloqué los triángulos de peligro en aquella zona para que nadie molestase jamás a mis pequeños cuervos. Allí siguen aún tan monos ellos, apartados ya del mundo que me rodea. Dejé aquellos bosques por ser demasiado fríos. Una mariposa gigante, con lengua de mariposa, y alas de mariposa sugirió que era los restos arqueológicos de un gran gusano gigante que me había conocido hacía ya algún tiempo. Lo que más me extraño de aquello es la presencia poco común de un grupo de pingüinos custodiando la buena presencia de semejante visita. Creo que fue ahí cuado entendí que el frío empezaba a ser excesivo. Cogí la maleta siempre vacía para poder llenarla de cosas del lugar a donde voy, y emprendí un viaje larguísimo donde conocí a gigantes de barro con pies de barro que jamás caían pese a su peso, conocí a las hadas más maravillosas que imaginación humana jamás pueda besar, y he de decir que yo besé a todas y cada una de ellas, y encima repetí como si de su boca manaran verdades. Siendo sincero aún hoy bebo de ellas, de sus bocas caprichosas que sé que me quieren como un hijo pródigo que nunca les abandona, y sé que me quieren todas. Lo que nunca he entendido es ese afán suyo de ir tan desnudas, pero bueno, imagino que será cosa de las ninfas, que manías tenemos todos. Decía que fue en aquella terrible serpiente azul donde te encontré por primera vez. Estabas tan lejanamente cerca que sin poder oírte te podía hablar. Y te hablé, que para algo tengo ojos, digo yo... Contestaste que puede, que te conozca, que si me atrevo a dar un paso en falso sacarás tu catana de doble filo y lanzarás tu melena castaña con todas tus fuerzas. Y bien, los samuráis nunca fueron tu fuerte, tan acostumbrada como estas a tomar notas de bibliografía greco-romana. Y entonces pasó, y un par de pequeñas plumas comenzaron a salir de detrás de mi espalda. No dolía, no es como esas veces que te sale una muela, todo lo contrario. Dos pequeñas plumas paralelas y simétricas, y tras ellas otras muchas que conferían a mi imagen una idea angelical que nunca quise tener. A veces el destino gasta estas bromas... te presenta como un ángel ante angelitas que sólo quieren demonios. Hay tanta gente de cabeza hueca, uy, perdón, que no era esa la frase... Hay tanta gente con la cabeza translúcida casi transparente... Monté entonces en aquel unicornio salvaje que llevaba dirección tu ventana. Aquella pose de nácar sobre fondo blanco parecería un cuadro terriblemente modernista, de esos que suenan a tomadura de pelo por no haber más que un lienzo pintado de otro lienzo. Blanco sobre blanco lo llamaría un buen buscador de títulos para cuadros rimbombantes que no dicen nada más que lo que dicen sin decir nada de lo que dicen que tienen que decir. Paradojas. Yo con alas y tú dando voces con tanta luz concentrada. Tanto destello molesta, la verdad, y parece que no sabes que estoy pendiente de cazar unicornios. La otra noche cacé uno. Amarré las riendas a esa especie de cuerno helicoidal que tiene, y empecé a volar para ver estrellas. Estuve en tu casa, ese número cinco perdido en algún lugar del planeta. Visité el tejado naranja que cubre tus sueños y que no me deja entrar. Así que un número cinco cuando puede que desmonte en un número seis, o siete... Hay marcas de sangre que quedan recogidas en trozos de papel. Cualquier buen forense podría haber seguido tus pasos y dar con la morada donde una cabeza perfecta, interpreta un papel imperfecto. Hubiera sido tan bonito. Hubiera sido tan rematadamente artificial. Una luz marca Edison adorna todo lo que es tu habitación. El resto es una cabeza con un mecanismo de reloj, un puro gris y la idea preconcebida de que quizá no valgas para nada más que para no valer para nada. La ceniza de ese puro gris te está consumiendo mi querida. Aquella falda demasiado larga para imaginar atardeceres, me hizo fijarme aún más en el cinturón que llevabas al día siguiente. No es culpa mía que el cinturón fuera un tanto travieso en su funciones y dejara ver aquella tira de algodón rosa que cubría un centímetro y medio de tu cuerpo alrededor de tu cintura. El deseo vive en forma de escalera. Según subes un piso se crea otro, y otro, y otro, hasta que descubres que el último sabe exactamente igual que el primero, y te das cuenta de que has sido tonto toda tu vida. Pero a diferencia de aquella popular frase hollywoodiana, “tonto no es aquel que hace tonterías, sino aquel que nunca jamás ha hecho alguna”. Yo por suerte he hecho tantas que tengo convalidado el curso para la otra vida. Digamos que tengo una doble licenciatura. Y con esa figura que se recorta sobre el corcho de madera de un tablón de anuncios, está esa otra que me sugiere que me vuelvo loco demasiado tarde como para volverme loco demasiado pronto. Y vuelve a salir la imagen del grito de Munch y no porque tenga ganas de gritar, sino porque me doy cuenta de que ya he gastado todas las palabras bonitas. No me quedan palabras bonitas para poder decir; no me quedan frases con las que adornarme para cubrir tu cuerpo solamente de ellas. De esas que casi huelen, aún a sabiendas de que una palabra como tal, jamás tiene olor. ¿A qué huele locura? ¿Y amar?. Creo que un viejo sabio dijo que él había conseguido oler tres palabras, la palabra noche, la palabra ella y la palabra amor. Cuando descubrió el terrible hedor que salía de la unión de las tres palabras, desechó para siempre la idea de volver a oler ninguna, pero quiso por siempre volver a encontrar la forma de juntar aquellas tres. Aquel sabio murió de viejo y sin sombra, que se le rebeló una mañana invernosa del verano más caluroso que se recuerda en el infierno. Tenía un frasquito de olores en la mano derecha y un frasquito de trozos de papel en la izquierda. Lo único que pidió cuando llegó a la puerta, bastante simple por cierto, del cielo fue que le dieran un frasco más grande para juntar el contenido de aquellos dos frasquitos. Cuando se lo negaron decidió que no había llegado el momento de morir y resucitó. La sombra, extrañada y con ganas de haber permanecido en la vida eterna, se enfadó tanto con su dueño que le dejó plantado. Como ya he dicho antes, son cosas que pasan. Aquella tira rosa que cubría tu cuerpo era suficiente para pensar en que no te deseaba lo suficiente para querer ver más. No eras tú sino yo, lo siento. La vida está llena de estas pequeñas cosas. ¿Sabes a qué huele la palabra amar? Aquel viejo, cuando yo estaba sumido en las profundidades de un mar de carbón, y él pedía a gritos un frasco más grande me lo dijo. Me contó que el olor de amar venía de muy lejos, y que sólo unos pocos privilegiados tenían el don de olerlo. El resto se limitaba a percibir su olor muy de vez en cuando, en pequeñas y contadas ocasiones, como si de una fragancia extremadamente cara se tratara. Amar no estaba hecho para eso, no estaba hecho para ser la colonia de los fines de semana, sino para echarse un poquito cada día. Aquel viejo no me dijo nada más, y yo no le comprendí. Me dijo también que no me preocupara, que ya me saldrían mis alas. Tampoco supe de qué hablaba. Tú, con tu rostro sepultado en los muros inservibles de un número cinco de cualquier calle perdida y fácil de encontrar. Yo con la prisión poco confortable de mi piel de sapo y mis alas que brotan de mí a imagen vuestra. Y ella, con la poco afortunada entrada llorosa y esas formas tan milimétricamente deseables para hacer de todo menos lo que nos conduzca a cazar moscas. Y la Luna, en el cielo, viendo piar a los pájaros contando historias. Hay tanta gente con la cabeza translúcida casi transparente. Fijaros en mí, lo tonto que fui, lo fácil que lo puse para que me expropiaran lo único que era. Para que me quitaran el poco misterio que pueda conocerme. Para dar a conocer que es tiempo de frutos silvestres y no de setas. Pero siempre, condenadamente siempre, llego tarde, y mira que me afano por llegar siempre en su punto, pero los domingueros ya han pasado por donde yo paso, y no hay corazón que quede vivo a su paso, y no hay corazón que quiera seguir vivo, que eso es peor... Ni aunque lleguen alados sapos montados en unicornios dentro de serpientes azules... Un grito de Munch no, mejor una pareja daliniana con nubes en la cabeza... En fin, son cosas que pasan...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno, creo que he perdido la posibilidad de que me invites a cenar a un gran restaurante.... no he entendido nada!!!!!!!!!!! En fin, muchos besos y feliz Jueves (día de infidelidades para quién puede)!

Anónimo dijo...

Simplemente... me encanto.

Anónimo dijo...

Llegará quien quiera besar esa piel de sapo, amarrarse a tus angelicales alas y volar por esos mundos de ensueño! Suerte en el camino!